En
el país menos nórdico de los nórdicos a las ocho de la mañana ya brilla el sol
desde hace un par de horas. Aún así, y casi en el mes de mayo, al salir de casa
no pueden faltar los guantes, el abrigo y una buena bufanda. Espero en la
esquina a que mi semáforo -el de las bicis- se ponga verde. Emprendo la marcha
con precaución.
Copenhague
es la capital europea de las bicicletas por excelencia. Montada sobre estas dos
ruedas, 25 minutos de camino diario al trabajo, todo se ve de otra manera. Por
la luz parece mediodía, pero el viento cortante en la cara me recuerda que
queda una larga jornada por delante. Todos me adelantan, yo circulo despacio,
relativamente, tratando de hacerme con las reglas de circulación y
ciclo-costumbres. Y observando todo lo que voy dejando atrás a mi paso.
Panaderías con unos bollos riquísimos en los escaparates a unos precios que no
me da tiempo a ver, ni quiero. Hombres en traje y mujeres con altos tacones
pedaleando, algunas incluso llevan casco (con lo que aplasta el pelo…). Ya
he aprendido que cuando el semáforo se va a poner rojo, conviene no pasarlo en
ámbar. En su lugar, si voy a girar a la izquierda en una calle de doble sentido
y lo veo factible, acorto por el paso de peatones. Antes me bajaba, y llevaba
la bici con la mano. Ahora ya no. Y no sé si es del todo “legal”, pero no soy
la única. La gente que espera al autobús se amontona en la parte de la acera
donde da el sol. Los coches esperan pacientemente para girar hasta que pasamos
todos los ciclistas. Un niño con un casco estampado como una sandía, llora
desconsolado en su sillín en la parte trasera. Un chico joven habla por el
móvil mientras coge un desvío. Una mujer se para en un Seven Eleven para
comprar un café. No se molesta en candar la bici. La ciudad está en obras por
todas partes. Los semáforos son, a veces, largos y tediosos.
Empiezo
a tener calor, sudores… Es la señal de que apenas me quedan diez minutos para
llegar. Obviamente mi sensación térmica después de otros diez pedaleando no es
la misma que cuando salí de casa. Y no soy tan afortunada de llevar una
equipación como estos ejecutivos que llegan en malla y camiseta transpirable al
trabajo y allí pueden tomar una ducha… Van como un rayo. Y mientras yo adelanto
a una mujer con el pelo canoso. Me caen chorretones de sudor. Tengo que
comprarme un abrigo adecuado. Más niños lloran en la acera mientras su madre
les baja de la Nihola. Madres jóvenes, muy jóvenes, y los padres también,
llevan a sus pequeños a la guardería. Chinos, o filipinos, asiáticos en general,
qué más da, recogen latas y envases del suelo por los que después obtienen unas
cuantas coronas danesas. Entro en una zona de adoquines viejos; ya me deshice
de todo el tráfico, un día más, con éxito. Me dejo llevar, para no dar botes y
conseguir que la comida del táper llegue intacta, y que la cadena de la bici no
se me salga. Cuatro minutos. Algún que otro camión de reparto mañanero que
sortear. Tres semáforos, una pirulilla más y habré llegado a la oficina. Todo
sobre ruedas.
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